lunes, 15 de septiembre de 2014

ROMA III: LAS CIUDADES

Una de cada diez personas del mundo romano vivía en ciudades. En una cultura que fomentaba la interacción y las actividades sociales, la vida urbana era el medio perfecto para transmitir los valores romanos. Además, la ciudad ofrecía un mercado laboral más amplio y fiable.

Reproducción por ordenador de una insulae romana
La mayoría de los habitantes en Roma vivían en edificios llamados insulae (una solución para ganar espacio). En ciertas épocas de la historia de Roma, más de un millón de personas tenían que alojarse alrededor del centro de la urbe porque no tenían medios de transporte para vivir más lejos. La demanda hacia subir los precios del suelo y los romanos se vieron obligados a construir en vertical para que los ciudadanos comunes tuvieran viviendas que pudieran costearse. El problema de espacio no era exclusivo de Roma, así que en muchas ciudades se construyeron insulae, aunque a menor escala. Una de las mejores ruinas se encuentra en Ostia, el bullicioso puerto que comunicaba Roma con el mar.

Este tipo de edificios solían estar superpoblados, ya que muchas veces toda una familia tenía que vivir en una sola habitación. La estructura en si era también muy apiñada y algunos tenían hasta siete pisos de altura lo que implicaba un grave peligro de derrumbe.

Los incendios eran otro riesgo añadido, porque los pisos superiores eran de madera y era fácil que el fuego prendiera. Probablemente fuera esta la causa del gran incendio de Roma del año 64 d.C, que ardió durante nueve días en las zonas pobladas por este tipo de calamidades, Augusto introdujo restricciones legales sobre la altura de las insulae, que no podían superar los 20m. También creó una guardia nocturna para que vigilara si se declaraba algún incendio. Nerón y Trajano impusieron limitaciones todavía más estrictas con respecto a la altura de los edificios.
Reproducción por ordenador de una ciudad romana

Los romanos acaudalados podían permitirse vivir fuera de los superpoblados edificios, en sus propias casas llamadas domus. Muchas de ellas estaban situadas en el monte Palatino, lejos de la plebe y cerca del palacio del emperador. Las puertas de entrada de estas casas daban a un atrium, donde recibían a los invitados y había un altar dedicado a los lares y dioses ancestrales. El techo del atrio estaba abierto para dejar entrar la luz del sol y, más importante aún, el agua de la lluvia. El agua de la lluvia también se recolectaba de los tejados, que eran inclinados para canalizarla hacia la apertura del techo del atrio. El agua podía almacenarse en un pequeño estanque situado en el suelo del atrio y utilizarse para las necesidades domésticas.


David Asensio Caramés

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