Una
de cada diez personas del mundo romano vivía en ciudades. En una cultura que
fomentaba la interacción y las actividades sociales, la vida urbana era el
medio perfecto para transmitir los valores romanos. Además, la ciudad ofrecía
un mercado laboral más amplio y fiable.
Reproducción por ordenador de una insulae romana |
La
mayoría de los habitantes en Roma vivían en edificios llamados insulae (una solución para ganar
espacio). En ciertas épocas de la historia de Roma, más de un millón de
personas tenían que alojarse alrededor del centro de la urbe porque no tenían
medios de transporte para vivir más lejos. La demanda hacia subir los precios
del suelo y los romanos se vieron obligados a construir en vertical para que
los ciudadanos comunes tuvieran viviendas que pudieran costearse. El problema
de espacio no era exclusivo de Roma, así que en muchas ciudades se construyeron
insulae, aunque a menor escala. Una
de las mejores ruinas se encuentra en Ostia, el bullicioso puerto que
comunicaba Roma con el mar.
Este
tipo de edificios solían estar superpoblados, ya que muchas veces toda una
familia tenía que vivir en una sola habitación. La estructura en si era también
muy apiñada y algunos tenían hasta siete pisos de altura lo que implicaba un
grave peligro de derrumbe.
Los
incendios eran otro riesgo añadido, porque los pisos superiores eran de madera
y era fácil que el fuego prendiera. Probablemente fuera esta la causa del gran
incendio de Roma del año 64 d.C, que ardió durante nueve días en las zonas
pobladas por este tipo de calamidades, Augusto introdujo restricciones legales
sobre la altura de las insulae, que
no podían superar los 20m. También creó una guardia nocturna para que vigilara
si se declaraba algún incendio. Nerón y Trajano impusieron limitaciones todavía
más estrictas con respecto a la altura de los edificios.
Reproducción por ordenador de una ciudad romana |
Los
romanos acaudalados podían permitirse vivir fuera de los superpoblados
edificios, en sus propias casas llamadas domus.
Muchas de ellas estaban situadas en el monte Palatino, lejos de la plebe y
cerca del palacio del emperador. Las puertas de entrada de estas casas daban a
un atrium, donde recibían a los
invitados y había un altar dedicado a los lares y dioses ancestrales. El techo
del atrio estaba abierto para dejar entrar la luz del sol y, más importante
aún, el agua de la lluvia. El agua de la lluvia también se recolectaba de los
tejados, que eran inclinados para canalizarla hacia la apertura del techo del
atrio. El agua podía almacenarse en un pequeño estanque situado en el suelo del
atrio y utilizarse para las necesidades domésticas.
David
Asensio Caramés
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